domingo, 25 de marzo de 2012

Una noche en NY

Hoy…
Hoy yo no sabía qué quería y qué no. Por mucho rato. Anduve por las calles llenas de rascacielos mientras compartía pensamientos con gente que estaba muy lejos. Me senté sobre una roca en Central Park y escuché a Dani y a Ana, mis dos americanos de España. Poco a poco el sol se caía y la muralla de edificios que cerca el parque encendía sus ojos luminosos.

Me tentaba quedarme en casa. Pero al final te dejas arrastrar, no por voluntad tuya sino de esta ciudad inmensa que araña el cielo, y dices “por qué no”; dices, “estas cosas no ocurren muchas veces en la vida”

Y te empujas a ti misma a una noche desconocida, llena de transeúntes que vuelan en metro y se esconden de la lluvia bajo paraguas improvisados. “Eskiusmi, du yu nou…” Españolas que se encuentran bajo ciudades del mundo. Venía de Ginebra y llevaba todo el día caminando, no hubo manera de convencerla de que se viniera conmigo. Sacrificada, la vida del turista.

De nuevo sola, me equivoqué de metro (sí, después de Madrid y Londres resulta que aún sé perderme en el metro de Nueva York). Salí y me encontré en mitad de la nada. La situación era tan desconcertante que más que asustada, me sentía simplemente ridícula. Empecé a reírme bajo la lluvia. Dani tío, ahora sí que necesito tu ayuda. No sé donde estoy. Los carteles están en chino, está lloviendo, y no sé tengo ni idea de cómo encontrar el metro más cercano, porque he andado tanto que ni sé volver sobre mis pasos.

Al final llegué, claro, porque siempre llegamos. Un par de heavymetaleros con Iphone pusieron su granito de arena. Seguía lloviendo, pero más como quien no quiere la cosa que proper rain. Un polvo fino de agua que más que molestar simplemente le daba atmósfera a la noche.
Me compré algo de comer y un niño jovencito me saludó y me invitó a rapear; que si nos hubiéramos conocido quince minutos antes me habría llevado a un tejado desde donde se veía toda la ciudad. Mientras devoro un algo parecido a un kebab, los dos refugiados debajo de un tejadillo, me dice con una sonrisa triste y sin que yo le pregunte que no tiene 21 y no puede venir conmigo. Me abraza y me desea suerte. “Este barrio es muy cool, fíjate, está lloviendo y aún así la calle está llena de gente joven. Soy de Philadelphia, ¿sabes dónde está Philadelphia?” Claro, yo veía el príncipe de Bel Air de pequeña.

Fat baby está lleno de americanas delgadas que bailan Rihanna con demasiadas ganas. Too girly, estuve a punto de escribirle a Andrew. El bouncer de la puerta, negro e inmenso, me había dicho cuatro palabras en español y me dibujó un par de corazones en el dorso de la mano.

Decidí probar con la segunda recomendación de mi amigo. “Este sitio se llama nosequé and the Johnsons?” Me marcaron de nuevo la mano. En la izquierda dos corazones, y en la derecha una pantera negra que salta.

A partir de aquí se acelera la noche. Entre cerveza y cerveza jugué al billar con un ser extraño, un duende de la noche que al parecer prácticamente vive en ese bar, y nació con el taco de billar en la mano. Ganó una y otra vez, pero nunca me dejaba con demasiadas bolas en la mesa, y como supongo que no se esperaba que no fuera terriblemente inútil, acabó invitándome a cervezas. “¿Estás sola en Nueva York? Ok, seré tu ángel de la guarda” Me eché a reír. Que no, tranquilo, no necesito ninguno.
Al final resultó ser un chico más triste y extraño de lo que parecía. La última partida no gané, la perdió él haciendo un scratch cuando ya jugábamos con la negra.
Me acompañó al metro y le di un beso en la mejilla, pero a esas alturas estaba tan borracho y confuso que no sé hasta qué punto estaba contento de haberme conocido o decepcionado de que no hubiera pasado nada. A mí, con un par de cervezas subidas en cada mejilla, todo me daba igual. Tenía esa sensación maravillosa de que todo se arregla con una sonrisa.

Volver a ‘casa’. La noche iba a ritmo de vagón de metro, traqueteaba rápido. Todo el mundo parecía dispuesto a ayudarme, otra vez, como prácticamente desde que he llegado a esta ciudad. El chico de la ventanilla me indicó qué metro coger, me despedí de él, bajé, hablé con un trío de personajes peculiares que acababan de salir juntos de trabajar (un calvo de ojos pequeños, un peruano alto y afeminado y una mujer mayor con un ramo de flores) y el chico de la ventanilla bajó al andén para volver a casa. Me dijo que si quiero esta semana me puede enseñar Brooklyn. ¿Quién dijo que las metrópolis están llenas de gente fría?

En uno de los muchos trasbordos me encontré con un grupo de obreros que iban a “levantar los raíles y cambiar los platos, esos de ahí, ¿los ves?”. Todos los trabajadores miraban con una media sonrisa al chico con el que hablaba, que descansaba en un banco con el casco sobre las rodillas. Eran las tres y media de la mañana, y aunque tenía que trabajar, aún le quedaban ganas de flirtear con turistas perdidas. Me dio su tarjeta: ¡llámame si quieres que te enseñe la ciudad! De nuevo sonreí. Anoche no había nada que no se pudiera arreglar con una sonrisa.

Justo antes de llegar a mi parada estaba a una conversación de a cuatro con dos excompañeros de universidad y un hombre mayor, negro y con gafas. Uno de los chicos era de Nigeria y el otro parecía indio. Competían entre ellos a ver quién me hacía reír con más ganas. “¿Dónde está tu hotel?” No es un hotel, adivina qué parada. Los tres dijeron diferentes (59th street?), intentando adivinar; el señor mayor incluido, aunque no conocía a los otros de nada. Cuando terminamos el juego, el indio era el que más se había acercado. Seguimos hablando, el tren se paró, “¡no te bajes!” “¿qué? ¡ostia, tienes razón, mi parada!” Y salté fuera del vagón antes de que ninguno pudiera decir adiós.

Ahí estaba, sola de nuevo, en mitad de una calle desierta, rodeada de edificios inmensos, en el corazón de Manhattan. Ya no llovía.

Llegué al edificio, sonreí una vez más al seguridad de la puerta, y me deslicé entre las sábanas.